La encina de las mil ovejas

En la España electoral que estamos viviendo hablar de una encina caída quizá les parezca a algunos una extravagancia
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Escritor y periodista. Columnista de El País
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Los viajeros que cruzan en AVE el valle de Alcudia, antes de entrar en Sierra Morena o después de atravesarla desde el sur, ignoran muchos de ellos que están dejando a ambos lados de las ventanillas lugares literarios de leyenda, la mayoría ligados a la obra de Cervantes, que por allí pasó a pie o a caballo muchas veces en sus idas y venidas entre la capital de la Corte o Toledo y Sevilla.

Las ventas del Molinillo y del Alcalde (hoy llamadas de la Divina Pastora y de la Inés), la fuente del Alcornoque o la laguna Batanera son parajes y lugares que aparecen en las obras de Cervantes, tanto en sus novelas ejemplares como en su monumental Quijote. Estrictamente no aparece en ellas una fabulosa encina que por entonces ya debía de existir y a cuya sombra seguramente el propio Cervantes, como muchos viajeros del camino real de la Plata, se sentó, pero su extraordinario tamaño (la llamaban la encina de las mil ovejas por el número que se calculaba que cabrían bajo su cobijo) hizo que la identificaran con el autor del Quijote, incluso con esta novela en concreto. Muchos la han visitado como un lugar cervantino más, incluso conozco a algún cervantista que impartió una lección de campo sobre el Quijote bajo su copa, que alcanzaba los 38 metros de diámetro según sus conservadores.

En realidad, estaba en una finca privada, protegida por una alambrada y en medio de otras encinas, por lo que no era fácil su localización. Fue precisamente el motivo de que su muerte tardara en ser conocida. Al parecer, sucumbió a una racha de viento y desde hace semanas yace en el suelo con sus raíces al aire y sus ramas rotas confirmando los temores de sus cuidadores, que ya se temían el desenlace desde hace tiempo, desde que perdiera una de sus principales ramas. El tiempo pasa para todos. Pero ello no quita para que la noticia haya conmocionado a los cervantistas y a los amantes de la naturaleza, que tenían la encina por milenaria y la consideraban una verdadera joya. Manuel Juliá, escritor ciudadrealeño, se lamentaba de su desaparición y pedía una oración por su alma en una columna de prensa como si de un ser humano se tratara.

En la España electoral que estamos viviendo hablar de una encina caída quizá les parezca a algunos una extravagancia, pero yo no lo creo así. Hablar de una encina capaz de acoger bajo ella a mil animales y de haberlo hecho durante siglos me parece un acto de justicia, máxime si bajo esa encina se sentaron también Cervantes y don Quijote, ya fuera en la imaginación del primero o en la de los cervantistas. En una época en la que todo es tan pasajero, que un árbol resista en pie tantos años dando fruto es algo a valorar tanto como su leyenda, esa que lo sobrevivirá en el tiempo incluso cuando de él no quede sino el recuerdo. Porque los hombres y las mujeres que hoy acaparan la información de los medios y el protagonismo en nuestras conversaciones (los candidatos a presidir el Gobierno español después de las elecciones, los acusados en el juicio del procés de Cataluña, los triunfadores deportivos) pasarán al olvido antes o después, pero la encina de las mil ovejas seguirá cobijándonos bajo sus ramas, puesto que continuará viviendo en la literatura. Incluso cuando de ella no quede ya ni el recuerdo, como de los huesos de Cervantes y don Quijote, convertidos en polvo los dos pero vivos en nuestro imaginario.