EL DESAFÍO TEOLÓGICO DE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL

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Doctor en Teología, profesor y capellán del Centro San Valero
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En el desarrollo de la inteligencia artificial (IA) convergen todos los retos que las diferentes fronteras tecnológicas, en acelerado desarrollo, presentan hoy al ser humano. Porque por una parte la IA es la tecnología destinada a colonizar todas las demás, y por otra porque se va configurando como fuerza que pretende diluir las fronteras entre lo humano y la máquina. Y esto último lo lleva a cabo tanto en el plano abstracto y teórico de la autocomprensión que el ser humano tiene de sí mismo, como en el práctico en el cual va desplazando el elemento humano de la cadena de decisiones sobre su propia vida y sobre la sociedad en general. De este modo teoría y práctica se retroalimentan y justifican la una a la otra. La máquina se yergue como la metáfora triunfante para definir lo humano, y lo humano se convierte en el objetivo a alcanzar por parte de la máquina. Maquinización del ser humano y humanización de la máquina son las dos corrientes que convergen en el cíborg, biología y tecnología fusionadas en un futuro transhumano que se nos presenta como el próximo paso de una evolución que ahora estaría en nuestras manos.

Hablar de IA es hablar de una realidad amplia y compleja, que no siempre se reconoce a sí misma bajo ese nombre acuñado en 1956 por John McCarthy en la Conferencia de Darmouth, y cuya historia hunde sus raíces en el deseo humano de dar vida a sus propias creaciones, reflejado en las mitologías, y que se ha ido desplegando en las valiosas realizaciones de autómatas y ordenadores mecánicos, hasta llegar a dar el salto a la electrónica en el siglo XX. Pero, ¿qué es la IA? Para Margaret Boden «la inteligencia artificial (IA) busca desarrollar ordenadores que hagan la clase de cosas que hacen las mentes». Marvin Minsky de un modo similar nos dice que la IA “es la ciencia de construir máquinas que realicen tareas que requerirían inteligencia si fueran llevadas a cabo por seres humanos”.

La IA ha cobrado especial relevancia en los últimos años gracias a éxitos como los del programa Watson de IBM, fruto de décadas de investigación, que en 2011 fue capaz de vencer en el popular concurso televisivo de preguntas y respuestas Jeopardy a los mejores concursantes humanos. O a los del programa AlphaGo, de la empresa DeepMind adquirida por Google en 2014, que fue capaz de vencer en 2016 en el juego oriental Go al campeón mundial Lee Sedol. O a incidentes como el ocurrido en 2017 de dos bots conversacionales programados por el Facebook Artificial Intelligence Research para mejorar su capacidad negociadora aprendiendo con cada conversación, y que al comunicarse entre ellos, para cumplir la meta marcada por sus programadores, desarrollaron un lenguaje propio, mostrando un desenlace imprevisto. Y a las advertencias que entre otros han hecho Stephen Hawking, Bill Gates y Elon Musk, sobre los riesgos que para el futuro de la humanidad puede traer consigo la IA. Y al no menos preocupante estudio de 2013 sobre el impacto de la IA en el futuro de los puestos de trabajo, llevado a cabo por los investigadores de la Universidad de Oxford Carl B. Frey y Michael A. Osborne.

Porque los cierto es que el peligro que desde la teología es necesario abordar en la IA no es el escenario de ciencia ficción de una toma de conciencia de las máquinas que se rebelan contra el ser humano. Es el más prosaico y real de un ser humano haciendo dejación de su humanidad para situarla al nivel de sus máquinas. El de una IA que toma decisiones sobre la vida de los propios seres humanos. El de unas relaciones con robots sociables que sustituyen las complejas, pero auténticas, relaciones humanas. El de una IA desplegada en el campo militar en robots y máquinas autónomas con capacidad para matar, que hacen realidad lo que Tom Engelhardt ha denominado escenario Terminator Planet. Un reto que para la teología se despliega en tres ejes fundamentales: la comprensión del ser humano como imagen de Dios (Gen 1,27), el encargo de dominio sobre la Creación (Gen 1,28), y la realidad del mal (Gen 11,1-9). El ser humano visto como máquina, la actitud prometeica que convierte al ser humano en su propio dios, y la ilusión de que todo este despliegue tecnológico va a ser ajeno a la realidad del mal, prometiendo un futuro idílico en el que el ser humano es salvado por la unión con sus propias creaciones.

La teología necesita afrontar el reto que le presentan las fronteras tecnológicas en general, y de un modo especial el de una IA que está aquí ya y ha llegado para quedarse y seguir creciendo.