EL BLANDO ACOSTUMBRARSE

Nos acostumbramos con demasiada facilidad a cambios inquietantes

Profesora de la Universidad San Jorge
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Acostumbrarse - y aún más acomodarse - no equivale a “habituarse”, al menos en el sentido en el que lo indica Aristóteles cuando presenta la virtud como dimensión del obrar humano que nos hace más amables y felices. Porque “acostumbrarse” es dejarse llevar, instalarse en una aclimatación blandengue que es más bien fruto de la dejadez y la pereza, mientras que los hábitos requieren atención y constancia y, antes que eso, una decisión firme de adoptarlos para que se vayan transformando en virtud, si se trata de hábitos positivos, que son los que nos hacen mejores personas. La virtud viene a ser, de este modo, una “segunda naturaleza” que cubre y reviste nuestra naturaleza desnuda, la biológica, pues los seres humanos no somos sólo biología, somos también biografía. A nuestro vivir natural añadimos cantidad de aspectos intangibles (culturales, espirituales) que nos van configurando y hacen de cada vida una auténtica historia real, abierta a otros y a tantas dimensiones que trascienden lo biológico. De ahí que la vida sea tan compleja y apasionante.

Pero, en un mundo de prisas como el nuestro, en el que nos atropella a diario la propia velocidad, apenas consideramos estos pilares sencillos de nuestro obrar. Los hábitos están en la base misma de la tarea de vivir, primera misión que la vida nos brinda: a nadie se le da hecha la vida, como decía Ortega, y el vivir cotidiano invita a ir edificando la vida instante a instante. Mas las prisas son malas consejeras: arrastran, sin dejar sitio a consideraciones pausadas, y hacen que nos perdamos en la confusión. Esta vertiginosa manera de vivir tantos múltiples “presentes” —que no llegan siquiera a “presencia”— la promueven las nuevas tecnologías. Las utilizamos un tanto mecánicamente y nos acogemos sin reparos a la fascinación que generan y a la comodidad de su inmediatez, sin poner en ello ni atención ni conciencia. Es lo que tiene vivir deprisa, poco menos que volando, pero sin disfrutar del planeo de los pájaros cuando se dejan llevar por las corrientes del aire. 

Habituarse no es acostumbrarse, al menos en ese sentido de cultivar la virtud como elemento central de la vida ética. Aristóteles concebía el quehacer ético orientado hacia el bien, hacia la vida buena. Seguramente, le resultaría inconcebible el mundo de hoy. ¿Qué diría de nuestras prisas alocadas y confusas? ¿Y de esta evidente falta de “señorío” sobre nuestras vidas? ¿Qué pensaría si nos viese —por poner un ejemplo común— muellemente acomodados a tener en nuestras casas las voces de unas “señoras” virtuales que encienden y apagan los muchos artilugios que acumulamos? Me refiero a las Alexas, las Siris y demás asistentes de voz, que nos han vendido compañías tecnológicas muy poderosas... ¿No las vería como “señoras cotillas”, supuestamente al servicio de hogares con tecnología 5G e “inteligencia-de-todas-las-cosas”, pero también como alparceras virtuales de nuestras formas de vida, un poco como el “ojo” del Gran hermano de Orwell? El filósofo “alucinaría”, pero no dejaría de indagar, mucho más de lo que lo hacemos nosotros, en los entresijos de la tecnología: sospecharía, probablemente, que estas “señoras” que moran en “nubes” no habitadas precisamente por ángeles, pueden “comentar” sin recato nuestras rutinas, aunque no se note, y por más que sus servicios ayuden a soportar mejor la velocidad de la que somos víctimas…

Nos acostumbramos con demasiada facilidad a cambios inquietantes que ya no nos producen vértigo. La velocidad nos impide pensar porque el pensamiento requiere silencio, detenimiento y soledad. Además, en este mismo acostumbramiento, hemos dado en llamar “inteligencia” a lo que no es sino cálculo hecho a base de secuencias extremadamente sofisticadas de algoritmos interminables. Y no profundizamos más por las dichosas prisas.

“Los más grandes ejemplos del espíritu y de la acción están en la renuncia”, escribió Tolkien. Renunciar y resistir son actitudes esenciales. ¿Para retrógrados? Mejor, tal vez, para quienes asumen con firmeza que son personas. Y si, como dijo Mounier, la persona es “lo que nunca se repite”, ojalá no perdamos de vista que, por encima del dominio de las cifras, juega en nosotros el valor, ese intangible —y no calculable, claro— desde el que nuestras vidas se humanizan: se abren a la realidad, a nuestros semejantes, e igualmente a nuestro interior.