Medir el retorno social en Aragón. Una necesidad y un desafío.
El bienestar social por encima de los intereses individuales
En el año 2012, el profesor e investigador de Instituto Tecnológico de Massachusetts Daron Acemoglu y su colega de Harvard James Robinson publicaron conjuntamente una obra denominada “Por qué fracasan los países”. Con el tiempo, su contribución se ha convertido en una pieza crucial para entender las verdaderas causas de la riqueza y la pobreza de las naciones. Los autores someten a un escrutinio aséptico e imparcial una prolija selección de posibles causas alternativas con el fin de encontrar el Santo Grial de la desigualdad económica mundial. Desde hitos históricos hasta religiosos o culturales son minuciosamente analizados. Su principal conclusión apunta a la hipótesis de que, aunque algunas causas hayan podido tener un impacto relativo y temporal en algún periodo de la historia, son las instituciones políticas y económicas las que juegan un papel determinante en esta divergencia y que solo a través del desarrollo de instituciones adecuadas se consigue el verdadero progreso económico y social. El entusiasmo con el que los autores abrazan los principios institucionalistas es compartido por un buen número de economistas e investigadores sociales de todo el planeta.
La pregunta central sobre las causas de la riqueza y de la pobreza que se formulan Acemoglu y Robinson tendría una segunda vertiente; las consecuencias. Si los países más ricos tienen mejores instituciones que los países pobres, ¿cómo perciben los ciudadanos de los primeros esta brecha en la calidad institucional? Si el lector formulara esta pregunta a cualquier persona de su entorno, rápidamente comprobaría cómo las respuestas aluden con frecuencia al alto nivel de seguridad que disfrutamos, al hecho de que los organismos judiciales basan sus decisiones en criterios imparciales, a la sanidad universal o a la red de infraestructuras públicas. No obstante, una reflexión más pausada podría llevarnos a pensar en un elemento diferencial algo más sutil; el principio de que una sociedad sólo progresa cuando es capaz de proteger a sus miembros más vulnerables.
A tal fin, contamos con un marco legislativo que garantiza la igualdad y con unas instituciones públicas que destinan partidas presupuestarias a políticas sociales, con el objetivo de aumentar el grado de protección social. Asimismo, parece evidente que los ciudadanos de los países desarrollados también nos preocupamos por esta cuestión y confiamos en nuestras instituciones para que se lleve a cabo. Sin embargo, todo este entramado legal e institucional de poco sirve si no se materializa en hechos concretos y tangibles. Para ello, las instituciones públicas recurren al conjunto de organizaciones y entidades sociales que trabajan directamente con las personas. Es en ellas en donde recae el peso de sostener la política social que se diseña desde las instituciones. Por esta razón, sus programas integrales e iniciativas de diferente naturaleza son fundamentales para la consecución de los objetivos políticos y garantizan el progreso y la cohesión social.
Un principio básico del funcionamiento de estas entidades es indudablemente su apuesta por situar a la persona en el centro de toda su estructura programática. De este modo, pierden relevancia elementos culturales, étnicos, religiosos o la situación de partida. Dignificar al ser humano por encima de lo material en una sociedad ahogada por al consumismo y las conductas individualistas es en sí mismo un ingente desafío que asumen sin más preceptos que su vocación por el servicio público y su creencia en la igualdad de todos los seres humanos.
Si descendemos al terreno de lo concreto y nos adentramos en el panorama de las entidades sociales en Aragón, el análisis arroja una serie de datos interesantes. Por ejemplo, la Red Aragonesa de Entidades Sociales para la Inclusión engloba un total de 51 entidades repartidas por todo el territorio. Sus principales ejes de actuación comprenden espacios tan diversos como la infancia en riesgo de exclusión, los migrantes, la inserción laboral y educativa de los jóvenes, la atención psicológica o el acompañamiento a las personas mayores. Por su parte, Plena Inclusión Aragón, dedicada a la atención integral de las personas con discapacidad intelectual, cuenta con 39 entidades federadas. Además, existen numerosas entidades que promueven diversas causas vinculadas a la salud o al cambio en la conciencia ambiental. En términos globales, atienden las necesidades de miles de personas y familias con problemáticas muy diferentes, generando un beneficio social que no siempre es fácil de valorar.
Partiendo de esta premisa y siendo conscientes de la magnitud del desafío, un grupo de investigadores de la Universidad San Jorge, en colaboración con el Ayuntamiento de Zaragoza, se embarcó durante el año 2022 en la compleja tarea de medir el impacto social generado por algunas de estas entidades. Tras analizar varias alternativas, se optó por emplear el retorno social de la inversión, conocido habitualmente como SROI por sus siglas en inglés (Social Return of Invesment). Este método, desarrollado por la organización REDF (Roberts Enterprise Development Fund) en 1997, se basa en la medición del valor no financiero (social o ambiental) que suele quedar excluido en la valoración tradicional de un proyecto determinado.
La aplicación de este método requiere seguir un procedimiento que podemos dividir de manera informal en tres grandes etapas. En una primera fase, se definen las personas o grupos de interés que pueden experimentar cualquier tipo de cambio derivado del proyecto evaluado. En una segunda fase, se delimitan dichos cambios potenciales para cada grupo identificado, y, finalmente, se convierten estos cambios en impactos cuantificables desde el punto de vista económico. La suma de todos los impactos relativizada por el volumen de recursos empleados nos devuelve el retorno social de la inversión por cada euro invertido.
Aunque el cálculo del SROI constituyó el eje central de la investigación, lo realmente novedoso fue el desarrollo de una herramienta digital para la medición del impacto social. En su diseño, se empleó un modelo estadístico con el que obtuvimos una secuencia de escenarios aleatorios para dicho impacto. La combinación de estos escenarios proporcionó un conjunto de estimaciones probables del impacto social para un proyecto específico. Más allá de la mera descripción del procedimiento de elaboración de la herramienta, es oportuno señalar que su utilización tiene algunos beneficios potenciales. En primer término, puede contribuir a mejorar la transparencia en el proceso de planificación, diseño y ejecución del gasto público. De igual forma, ofrece a las entidades una herramienta innovadora que les permite conocer su contribución al tejido social. Siguiendo la máxima de que sólo se protege lo que se valora y sólo se valora lo que se conoce, no podemos ignorar las ventajas que les puede reportar a las entidades sociales la difusión hacia fuera de los resultados obtenidos. Los ciudadanos tenemos el derecho y el deber de conocer que, gracias a los recursos públicos, pero sobre todo a la extraordinaria labor de sus trabajadores y voluntarios, se sostiene la estructura que mantiene firmes los cimientos del progreso social en esta era de incertidumbre.
De toda la red de entidades que forman para el tejido social de Aragón, nuestro estudio se concentró únicamente en dos, orientadas principalmente a la inserción laboral de personas jóvenes. Después de la primera toma de contacto y una vez que empezamos a conocer su actividad, tomamos conciencia de un elemento que conviene recordar, su compromiso con la transformación social, la equidad y la solidaridad es permanente e inquebrantable.
La magnitud de sus intervenciones nos disuadió de un análisis más extensivo y, finalmente, el estudio se circunscribió exclusivamente a algunos de sus programas, que fueron analizados con más exhaustividad. No obstante, esta limitación no supuso ningún impedimento para que los investigadores pudiéramos conocer el impacto de los itinerarios integrales en la inserción social de los usuarios. Sin embargo, el impacto no se limitó a la esfera laboral, también pudimos comprobar cómo los programas generaban mejoras sustanciales en factores tan significativos como el bienestar emocional, los hábitos de aprendizaje, la autonomía personal, la autoestima y las habilidades psicomotoras, entre otros muchos.
A todo ello, debemos sumar los notables beneficios experimentados por las familias de los usuarios y por otros grupos de interés, como empleados, voluntarios, la Administración y, en un sentido más general, por la propia sociedad. Los excelentes resultados que obtuvieron las organizaciones incluidas en el estudio no fueron más que un reflejo fehaciente del ingente esfuerzo para legar a nuestros hijos un mundo sustentado en los principios de la justicia social y la equidad. Así quedó plasmado en la memoria final de nuestra investigación
En definitiva, nuestro engranaje social funciona bajo el supuesto de que no solo la familia debe afrontar el encargo de proteger a sus miembros, sino que puede contar con el apoyo de las instituciones y de las entidades sobre las que se delega la responsabilidad de la intervención. Volviendo al argumento inicial de Acemoglu y Robinson, para que esto sea posible necesitamos que las instituciones busquen el bienestar social por encima de los intereses individuales y apoyen a las entidades que lo hacen posible. En caso contrario, el dinero público invertido no genera el suficiente retorno social y el reto de la inclusión se convierte en improbable.
No me gustaría finalizar este artículo sin antes recordar que el papel que desempeñan las entidades sociales debe ser reconocido por todos nosotros como garantía de progreso. Por ello, a las personas que trabajan en ellas, solo podemos trasmitirles nuestro más profundo agradecimiento.