La utopía en el horizonte: una defensa de las Humanidades

Lo importante en la vidaes ser dueños de nuestro propio razonamiento

Docente del área de Humanidades en Centro San Valero
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Lamentablemente, en los tiempos que nos ha tocado vivir, caracterizados por el productivismo y el pragmatismo, el campo de las Humanidades parece haber sido declarado el enemigo público número uno. Desde las aulas nos encontramos a diario con la eterna batalla del utilitarismo a través del debate (intencionadamente) falseado de que las Humanidades no son útiles y que aquel que se enfoque hacia ellas va a acabar engrosando las horribles filas del desempleo. Como docentes, en ocasiones, nuestra reacción es participar de esos debates en esos mismos términos, respondiendo que son estudios realmente útiles y las salidas laborales son numerosas y muy atractivas además de ser, objetivamente, y me perdonarán mis compañeros de ciencias por ello, mucho más bonitas, cometiendo así un grave error. Las Humanidades no deben defenderse en los términos del “utilitarismo” de nuestros tiempos porque precisamente su labor no es explicar los “qués” sino los “porqués” y, en ese ámbito, a la hora de entender el mundo que nos rodea se muestran completamente indispensables e imprescindibles.

Atrayéndolo a mi disciplina, la Historia, conviene rescatar a Marc Bloch, quien además de historiador fue sujeto histórico (¿acaso alguno no lo somos?) al ser víctima de los campos de concentración nazis, y su famosa cita de que «la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es quizás menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente». La Historia debe nacer con vocación de explicar los “porqués” del mundo que nos rodea a través de un estudio de los procesos que nos han llevado hasta aquí, ninguna sociedad ni ninguna disciplina científica es un compartimento estanco que ha nacido de la nada o ha permanecido aislado hasta la actualidad, y es el estudio histórico el que nos permite arrojar luz sobre las incertidumbres de nuestro tiempo. Desde hace bastantes años se ha cacareado por distintos foros, más o menos públicos, que el estudio de la Historia era poco menos que una mera acumulación de términos enciclopédicos y que, en la época de la sociedad de la información, dejaba de tener sentido. Este reduccionismo, que pudiera caer por su propio peso a cualquiera que haya pisado un aula en los últimos años, desgraciadamente cada vez está más extendido entre familias, alumnos e incluso algunos compañeros de profesión. 

Hace unos pocos años, Jo Guldi y David Armitage publicaban su ya imprescindible Manifiesto por la Historia que inundó como un torrente librerías y mentes por todo el mundo. En este libro, ambos historiadores realizan una crítica feroz a la enfermedad (casi ya en un nivel de pandemia) del “cortoplacismo” en la sociedad actual. Este cortoplacismo, esta visión ultraproductivista, tiene una función clara de incitar al ser humano a hacer antes que pensar, a ser maquinaria de producir indicadores de logro, “checks” en listas inabarcables e inacabables y coleccionar vivencias sin valorar realmente si en algún momento algo de todo lo que hemos hecho nos ha hecho realmente felices. A todo esto le declaran la guerra unas humanidades que señalan que la vida es mucho más que añadir experiencias vividas de forma cuantitativa, que la vida en sí se basa, precisamente, en entender de forma cualitativa nuestra forma de ser, de vivir y de pensar. Porque la vida en sí es aprender a querer pero no a querer más sino a querer mejor.

Y es que en un mundo cada vez más globalizado pero también más deshumanizado las Humanidades nos enseñan que lo verdaderamente importante en la vida no se mide en estándares de productividad, ni siquiera muchas veces es utilitario en un sentido material. Las Humanidades nos enseñan que lo más importante en nuestra vida, ante todo, es ser dueños de nuestro propio razonamiento, aprender no solo a entender el mundo sino también a pensar críticamente cuál es el mundo que queremos conseguir y cuál es nuestro papel en él. A través de la Filosofía, de la Historia, de la Lengua y de la Literatura, todo disciplinas escritas con mayúscula, se encierran centenares de caminos que nos enseñan a construirnos como personas, a través de nuestras propias filosofías, historias, lenguas y literaturas, estas sí, con minúscula, casi imperceptibles ante los grandes ojos, invisibles e invisibilizadas. 

Defender hoy las Humanidades con mayúscula es defender todas las humanidades con minúscula, que son las verdaderamente importantes ya que son las que encierran lo más maravilloso del mundo, en cajitas pequeñas y unipersonales, porque actuando de manera casi imperceptible, con pasitos diminutos, transforman el mundo. Renegar de las Humanidades es renegar de pensar en la posibilidad de lograr un mundo mejor, de transformar lo existente no a través de los límites que nos marca la productividad y el utilitarismo sino hacerlo desde las ilimitadas posibilidades que nos proporciona la utopía. Porque utopía es una palabra con dos significados, el primero dice que es una «representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano», algo que nos lleva al pesimismo y la tristeza de la imposibilidad. En cambio, la segunda acepción, mucho más atractiva a mi juicio, viene a decir que una utopía es un «plan, proyecto, doctrina o sistema ideales que parecen de muy difícil realización». Para alguien ajeno a las Humanidades y a las humanidades (a ambas), ambos significados pueden parecer similares y le pueden hacer apartar la vista de cualquier objetivo utópico. En cambio, para aquellos que hacemos de estas disciplinas nuestra forma de vivir, de pensar y de sentir sabemos que lo que hace escasos años podía parecer utópico hoy es una realidad plenamente inserta en nuestras vidas así que, querido lector, si has llegado hasta aquí te animo a defender con uñas y dientes nuestro derecho a construir la utopía no como una representación imaginativa sino como un proyecto de muy difícil realización, a nuestro derecho a pensar y transformar porque como dijo Eduardo Galeano, al que aprovecho para revelarte que es mi humanista preferido, «mucha gente pequeña, en muchos lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo» y otras disciplinas se encargarán de hacer de este mundo un lugar más cómodo, más seguro y más eficiente pero de nosotros depende hacerlo mucho más humano.

Cristian Ferrer García

Historiador y docente del área de Humanidades en Centro San Valero